Al compás de la tormenta
Seguí como siempre, caminando hacía ninguna parte hasta que me topé con una joven que lloraba. No vi su rostro hasta que al levantar la vista y secarse las lágrimas me pidió un pañuelo. ¡Ojala nunca hubiera mirado esos ojos que me robaron la conciencia del mundo en el que me hallaba y me poseyeron por siempre! intenté seguirla pero era rápida. Los pliegues de sus ropajes danzaban con el viento como lo hacen las hojas en los días de tormenta. De pronto tropezó, con tal dulzura que sentí que el mundo se paraba para contemplarla. Cuando llegué ya era tarde, se incorporó para besarme, cerré los ojos durante lo que me pareció un siglo, y volví a la realidad al sentir un pinchazo que me robó la gota de sangre que le dio el color a sus flores. Sus brazos se convirtieron en ramas, sus dedos se volvieron hojas y sus ojos se tornaron rosas. Lloré hasta que no pude más, hasta que la belleza ya era demasiada y el pensar que la había perdido secó mis lágrimas al descubrir que eran ellas las que regaban la tierra donde mi amada crecía. Cada año para celebrar nuestro encuentro hay una rosa que nace, y en sus pétalos recuerdo su rostro y el color de mi sangre, la dulce sensación de que ella me poseerá por siempre, la belleza de recordar su cuerpo cuando sus hojas danzan al compás de la tormenta.